martes, 8 de noviembre de 2011

                COMO MOSTRAR UNA TARJETA EN UN PARTIDO
  Cuando el árbitro saca una tarjeta de su bolsillo, ¿a quién se la enseña? Al jugador que ha cometido la infracción de turno, contestaremos. Pero, ¿por qué enseñar una tarjeta de un color determinado y no decirle, simplemente que a la próxima infracción será expulsado, si es amarilla, o que está expulsado, si es roja?, ¿Por qué no hablar, en lugar de utilizar un código sustitutivo de la palabra hablada?
Porque las tarjetas no se enseñan a los jugadores, sino al público. Un buen árbitro, debe acercarse al jugador y decirle que está amonestado y el motivo. Después, con un gesto pausado, sacar la tarjeta de su bolsillo y levantarla por encima de la cabeza, bien visible para el público del estadio y el resto de los jugadores. Es a ellos a quien va dirigida la tarjeta. Ante la imposibilidad de acercarse uno a uno a decirles que acaba de advertir de expulsión a un jugador, o que lo ha expulsado, se adopta un lenguaje sustitutivo que tiene en ese contexto ventaja frente a la palabra hablada. Es más rápido (todos los espectadores atienden a la vez al gesto), es más claro (por su inmediatez) y, además, utiliza un código de colores (rojo, amarillo) que tienen connotaciones psicológicas y que ayudan al afianzamiento de la autoridad del árbitro.
Por todo esto, un gran indicativo de la capacidad de un árbitro es el modo en que enseña las tarjetas. Los hay de muchos tipos, pero especialmente de dos. Existen los árbitros que ante una infracción grave, llaman al jugador que la ha cometido y, después de decirles que está amonestado y el motivo, después incluso de escuchar las alegaciones del jugador, extrae suavemente la tarjeta de su bolsillo y siempre con un gesto de abajo a arriba, la muestra al jugador y al público. Este tipo de árbitro abunda en la Premier League inglesa (el árbitro internacional Michael Riley es un ejemplo de ello) y, por desgracia, escasean en La Liga. El otro tipo de árbitro, el que abunda en otros países, es aquel que entiende que las tarjetas son una extensión de su autoridad, un modo de agresión, algo parecido a la porra de un policía, al escudo de un antidisturbios. Este árbitro, al ver la infracción cometida por el jugador, corre hacia él con la tarjeta en la mano -no se vaya a escapar del campo sin castigo-, y no la enseña, sino que amaga con agredir al jugador con ella. El movimiento es al contrario que el anterior, es de arriba a abajo, frenando la mano por suerte a dos centímetros de la cara del jugador. Este árbitro no enseña la tarjeta al público, sino que es toda su escenificación, sus aspavientos, buscan amedrentar al jugador, demostrar su autoridad sobre él y sobre todos los demás.
Esta es una cuestión importante. Un árbitro no necesita demostrar su autoridad escenificándola, porque se le supone. A través sobre todo de las leyes, el estado delimita los comportamientos de sus súbiditos. Obviamente, el estado entrará en crisis cuando los ciudadanos no entiendan como “legítimado” el uso que el Estado hace de la violencia (cuando por ejemplo, se entrometa en cuestiones que entendemos como privadas o cuando ejerza desproporcionadamente la violencia). En el caso de los árbitros sucede lo mismo. El fútbol sufriría su mayor crisis si la legitimidad de los árbitros para ejercer la ley se pusiera en entredicho. La legitimidad del árbitro para desempeñar su función es una premisa absolutamente necesaria del juego. Por eso, no necesitan exagerar en el ejercicio de sus funciones.
El árbitro siempre puede errar, por definición, siempre va a errar. Lo que no debe hacer, nunca, es arbitrar menospreciando a los participantes del juego.

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